domingo, 9 de agosto de 2020

CUENTO LLANERO - LAS CHANZAS DE DON FELIPE.


CUENTO LLANERO

"LAS CHANZAS DE DON FELIPE"

Tomado de la obra “CUENTOS, MITOS Y LEYENDAS DEL LLANO”, del desaparecido escritor Casanareño, Don GETULIO VARGAS BARON.


En un municipio que hace parte del actual departamento de Casanare y que limita en su totalidad con Arauca, según me decía Saúl, el Niño mentiroso, vivió un personaje descendiente de una de las familias más respetables que han existido en este territorio, heredero y hacedor de una inmensa fortuna representada en ganados vacunos y caballares.

Sus antepasados, nacidos en Venezuela, coadyuvaron notoriamente en la campaña libertadora y algunos de ellos alcanzaron grados de consideración otorgados por el libertador; por otra parte, dos de sus ascendientes por el lado materno, hicieron parte de los centauros que conformaron los catorce lanceros, que en el Pantano de Vargas convirtieron una derrota de las Fuerzas Patriotas, en la mas esplendente victoria. De ellos se puede decir que fueron los verdaderos artífices de nuestra independencia.

Felipe se llamaba nuestro personaje y lo apodaban el loco. Era un llanero en toda la extensión de la palabra, generoso como ninguno y amigo del aguardiente. Alto de cuerpo y su contextura no le hacía ningún honor a su apellido. Permanecía, cuando estaba en su hato denominado el Recuerdo, de pie junto al tranquero, contemplando sus extensos dominios y esperando para conocer de muy lejos, a las personas próximas a llegar a la casa. Cuando divisaba a alguien llamaba a uno de sus mensuales y le decía: “aa llaaa, viene julano de tal y seguro viiiene muerto de hambre, eeen su rancho no tieeenen quecomer yyy se vino aaa que yo le de de tragar, vaaya y dìgale a la coca que aaliste unos pocillos de café”. Cuando estaba ya muy cerca el viajero, procedía a abrir el tranquero y le decía: “teeèngase la amabilidad dee seguir, a donde están esos malditos muchachos queee no le han traído un cafecito, y hágame el favor de decirme en que le puedo servir”. Todo cuando le solicitaba, no tenía inconveniente en proporcionarlo, pues era en alto grado generoso y servicial.

Luego de haber dialogado durante un buen rato y una vez que se llegaba la hora del almuerzo, procedía a invitarlo a pasar al comedor y allí lo atendía de la mejor manera, obligándolo, por así decirlo, a ingerir una cantidad de comida que el visitante aceptaba por darle gusto a su anfitrión. Después que se marchaba llamaba a los mensuales y les comentaba: “huyuyuiii, siii se fijaron cómo tragó, seguramente ese pobre hombre hacía días nooo comía, ojala queee no vuelva nunca por que me va a arruinar”.

En una oportunidad estaba, como de costumbre parado en la puerta del tranquero, viendo caer la tarde y contemplando el ganado que llegaba a comer sal, cuando vio en la distancia, a unas personas que se acercaban. Venían a pie y traían unas cargas sobre el lomo de unas bestias; reconoció en los viajeros a unos paisanos o guates, como se le dice en los Llanos a quienes vienen de tierra fría trayendo productos agrícolas de ese clima. Una vez que llegaron y lo saludaron procedieron a pedirle posada, no sin antes ofrecerle todo cuanto habían traído. Don Felipe, que ya tenía dispuesto hacerle una de las suyas a los pobres guates, les dijo: “ustedes no saben quiéeen soy yo, huyuyuii see los voy a decir, yo soy teniente deee la chusma y encargado de la vigilancia en eeeestas tierras, para evitar queee lleguen por aquí gentes malas y me parece que ustedes lo son”. Llamando a los muchachos les ordenó: “haagamen el favor yyy me amarran estos malditos guates a eese palo de mango, peero eso si bien amarrados, por que si se llegan a soltar, se las voy a cobrar bien caro”. Los muchachos que conocían las chanzas con las que le gustaba distraerse don Felipe, procedieron inmediatamente a cumplir con lo ordenado. Luego mandó a descargar las mulas y quitarles las enjalmas, al ver la mataduras que tenían los animales, les dijo: “huyuyuii ustedes son unas personas muyyy malas, cooómo es posible que trabajen a unos pobres animalitos eeen el estado eeen que se encuentran, eeeso sólo lo hace la gente pervertida”. Sacando su revolver disparó varias veces sobre las matadas mulas, causándoles la muerte y para acabar de aumentar el terror que había invadido a los pobres paisanos, agregó: “dentro de un rato les toca aaa ustedes por que, eeeso si, yo no perdono la gente mala y ustedes vienen eees de espías al Llano”.

Los pobres guates lloraban y juraban por Dios que ellos eran buenos, que no eran espías, que eran muy pobres y habían traído esas carguitas de mercado y una de cerveza, para venderla y ganarse algunos pesos, para poder mantenerse ellos y su familia.

Mandó don Felipe que metieran el mercado para la cocina y que le trajeran la cerveza, que él se iba a tomar algunas, a ver si estaban buenas, pues él creía que debían tener veneno, “pero eso sí, huyuyui a mí no me hace nada pero si me llega a doler eeel estómago, los voy a matar yyy los echo al río paaa que se los coman los caribes”. Ellos le decían que se tomara la cervecita que esa era muy buena, pero que no los fuera a matar, por que quién mantendría sus hijitos. Don Felipe se tomó junto con los muchachos la carga de cerveza, se emborrachó y se fue a acostar.

Los pobres paisanos pasaron la noche mas amarga de su vida, llevando puya de zancudo y esperando la hora de su muerte que seguramente sería cuando ese hombre tan malo se despertara. Al amanecer por orden de don Felipe, fue traída la bestiada, mandó amarrar las tres mejores mulas que tenían, les hizo poner las enjalmas, y mandó soltar los guates y les preguntó que en cuánto pensar vender el mercado y la cerveza. Ellos le dijeron que en tres mil pesos. El les respondió: “Ustedes son unos ladrones, eeeso es muy caro”. Los guates llenos de miedo le dijeron que para él no valía nada pero que no los fuera a matar, por que si lo hacía sus hijitos se morirían de hambre. El sacó cinco mil pesos y los entregó a los paisanos junto con la papeleta de las tres mulas, diciéndoles: “leees regalo las mulas yyy lárguense, siii vuelven otra vez por aquí, queee la cervecita sea muuuy buena, lo mismo que la papita yyy la cebolla”.


A los guates les parecía que no era cierto lo que les decía el buen don Felipe; creyeron que habían resucitado y se hicieron la promesa de jamás volver al llano, aunque se volvieran ricos en un solo viaje.

En alguna oportunidad, el autor de éstas líneas se encontró en Guanapalo junto con un hijo de don Felipe, de quien era y es muy buen amigo, nos dedicamos a revisar una pistola calibre 25, pequeña y muy bonita. El la quería adquirir, para obsequiársela a su señora; me negaba a salir de ella, pero él insistía en comprarla y me pidió que le enseñara su manejo. Le saqué el proveedor, la maniobré y disparé, con tan mala suerte que la maldita arma tenía un cartucho en la recamara, que hirió a mi amigo. Este por el impacto del proyectil, al pasar su mano cerca de su ingle y verla manchada de sangre, sufrió un choque nervioso y cayó a tierra.

Sobra describir la angustia que me embargó al ver a mi compañero tirado en el suelo y sin conocimiento. Como es apenas obvio, pensé que lo había matado. Al oír el disparo quienes estaban en la casa salieron presurosos a la caballeriza, donde se había producido el hecho, sin ningún testigo fuera de los que habíamos sido protagonistas. Las señoras de la casa me recriminaron por haberle dado muerte a mi mejor amigo. Les expliqué que había sido sin ninguna culpa, pero todo sobraba. Nadie me creía y a cada momento que pasaba los improperios eran más ásperos. Me di cuenta de que mi amigo respiraba normalmente y, sin pensarlo dos veces, amarré un macho castaño gocho que estaba en el corral. El maldito animal era mañoso por las orejas y aperarlo con la desesperación que tenía, fue un trabajo arduo. Luego de ensillarlo, cogí un caballo aperado que estaba amarrado a un horcón, monté en él, llevé el macho de cabestro y salí como alma que lleva el diablo, con destino a San Luís de Palenque, en busca del médico. Por el camino pensaba en mi mala suerte, ya me creía en la cárcel pagando una muerte en la que no había tenido culpabilidad. Mi única esperanza era que mi amigo viviera para que me eximiera de toda culpa.

Llegué al pueblo como a eso de las siete de la noche, pasé de largo y, me dirigí a la casa de un amigo, quien vivía en la afueras, le rogué que fuera a llamar al médico, aduciendo que su señora estaba enferma. No me atreví a entrar, pues me parecía que la policía ya conocía los hechos y si me veían me tomarían preso. Una vez que llegó el doctor procedí a contarle lo sucedido y le supliqué que fuera. Se negó a viajar de noche; no valían para nada mis ruegos. Desesperado, saqué mi revolver y le dije: seguramente mi amigo estará muerto y para mi desgracia soy el homicida; así, pues, para mí es lo mismo pagar uno que pagar dos. Decida doctor: “o se va conmigo ahora mismo o se muere”. No demoró en tomar la determinación que mas le convenía; aceptó gustoso y pidió volver por un momento al pueblo para traer los elementos y drogas necesarias para hacer una curación de urgencia.

La malicia indígena me aconsejó que no le permitiera su proyectado regreso y le aconsejé enviar un papel con mi amigo, quien iría hasta la casa a traer lo que él ordenara.

Le asigné al médico el caballo con el que yo había llegado y procedí a montar en el maldito macho, por desgracia poseedor de todas las mañas que puede adquirir un animal machiro: tiraba pata cuando uno iba a meter el pie en el estribo, corcoveaba y de que manera y frecuencia lo hacía; se espantaba, se tiraba de lomo; en fin, era un maldito animal de carga al que nunca habían montado.

Cuando llegamos al Hato la Bendición, quien nos abrió el tranquero fue el herido. Estaba perfectamente bien, solo había sufrido un leve rasguño y éste había sido las causa del desmayo. Ya les había explicado a todos mi inocencia y ellos precedieron a pedirme disculpas por no haberme creído.



Viajé a Paz de Ariporo. Pasaron varios años y una vez hubo un desafío de gallos entre ese pueblo y Hato Corozal. Don Felipe vino con ellos. Estando en la gallera me vio y sin mediar palabra alguna me dijo: “huyuyuii aaaqui está el hombre queee me quería matar aaa mi muchacho, queee se eeentienda conmigo, queee yo si le voy aaa enseñar cooomo es que pelean looos hombres”. Me miraba y se llevaba la mano a su faja, ancha de cuero en la que tenía su revolver. Cada vez se me acercaba más, acordándome a cada momento a mi señora madre, y repetía el mismo estribillo. Yo que conocía su manera de proceder, me retiré sin tener en cuenta sus insultos.

Volví más tarde y me sacó corriendo de nuevo con las mismas palabras y por la misma razón. Al otro día y tras de haberle corrido varias veces, pues no quería tener ningún enfrentamiento con tan singular y respetado personaje. Estaba peleando un gallo de mi propiedad al que llamaba Careador, cuando se me vino encima don Felipe: “Huyuyui aaahora si vamos arreglar de una vez. Diiígame, por que me quería matar mi muchacho”. De nuevo llevó su mano a la chapuza donde portaba su arma. Cansado de tantos insultos salté dentro de la gallera, le eché mano a mi revolver y le dije: “Mire don Felipe, yo no tuve la culpa en lo de su hijo y jamás sería capaz de matar a un amigo, pero a Usted sí lo voy a mandar al diablo, para que no me joda más y, dicho lo anterior, me le fui encima con el revolver montado. Entonces grito don Felipe: “Huyuyuii, cóoomo se vé que eeesté muchacho nooo sabe de chanzas”.

 

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