DON RAMÓN OROPEZA
“La curiosa historia de un pobre millonario”.
Por: Carlos Ramírez Arguelles - Especial para EL TIEMPO, Junio 1 de 1940
A principios del último tercio del siglo pasado, se radico en los llanos de Casanare, un hidalgo Venezolano que venía a probar fortuna. Hizo una fundación y se dedicó a la cría de ganado. Los dineros que trajo, no eran muchos, fuéronse multiplicando merced a su esfuerzo y bajo la protección de su buena estrella. En pocos años fue el hombre más rico de esas comarcas, su hato el más próspero y extenso de cuantos hayan existido en los últimos tiempos, ya que se reunían en sus limitantes sabanas por lo menos cuarenta mil reses. Mientras tanto, en sus aposentos se almacenaba en brillantes montones el oro inútil. Oro cuyo único destino habría de ser provocar primero la codicia y después la curiosidad de cuantos sabían de su existencia.
Don Ramón Oropeza, que este era el hombre, tenía una gallarda figura de patriarca. Era corpulento, y sus facciones hermosas, enérgico en sus modales y altivo en el trato con los demás. Alrededor de su casa se levantaron poco a poco las de sus parientes y servidores. Los primeros habían venido tras el, sabedores de su fortuna, y los segundos podían vivir holgadamente, en la patriarcal frugalidad de aquellos tiempos, por que eran pagados largamente. “Mata de Palma” se convirtió en una pequeña factoría. En los tiempos de trabajo había el movimiento y la animación de cualquiera de nuestras aldeas que celebra una feria. Y en los tiempos de descanso, eran muchos los peones que tenían que atender al cuidado de los inmensos bienes de don Ramón.
Las gentes que conocieron a este hidalgo, lo recuerdan por su generosidad, por su riqueza, pero especialmente por sus excentricidades. Aunque la vida de ese millonario, mirada hoy por un hombre de la clase media, parecería mísera y desgraciada, por la falta de comodidades que había que sufrir en esas regiones y en esas épocas, don Ramón sabía darse placeres que no por lo exóticos dejaban de tener su encanto. Valiente como pocos, amaba la caza de tigres y afrontaba el mismo con su lanza a las fieras. En las paredes de su casa coleccionaba las enormes pieles, y solía narrar a sus visitantes, lleno de euforia, la manera como había adquirido aquellos recuerdos.
También se ha afirmado que a don Ramón le placía cazar indios salvajes. No hay sobre esto un testigo preciso, pero muchas personas que lo conocieron en sus últimos años, pudieron ver en “Mata de Palma” algunos de esos enormes perros grises que cuando se soltaban a la pampa partían como flechas en busca de esos desgraciados, y regresaban con el hocico ensangrentado, y muchas veces con miembros humanos palpitantes.
Solía venirle el vino a don Ramón en la más variadas formas. O no el vino, sino el brandy o el aguardiente, que eran sus bebidas predilectas, y de las cuales estaba siempre provisto en abundancia.
Las gentes de su casa conocían por los primeros síntomas cual iba a ser el desarrollo de la borrachera, así cuando le daba por la destrucción, todos desaparecían: don Ramón se dirigía a la cocina, con la botella en la mano, y destrozaba la vajilla, que ordinariamente había sido transportada con multitud de trabajos, y comprada a altísimo precio. Pero para algo había oro, y dos o tres días después, cuando terminaba la borrachera y renacía la calma, se proveía para adquirir todos los utensilios que habían sido rotos en la furia destructora del amo de “Mata de Palma”.
Otras veces hacia sacar al patio de la casa todo su oro. Los peones volcaban sobre la arena las tinajas llenas de morrocotas, y él se complacía en sacudirlas, en verlas relucir al sol, y sentir el tañido de las monedas. ¿Cuántas? Ni el mismo lo supo seguramente. Pero siempre estaba prevenido contra los ladrones, y ante el temor que inspiraba, su energía y fortaleza, es posible que nadie se atreviera nunca a intentar recoger siquiera una moneda, sin permiso.
Por lo demás la vida de don Ramón, era bastante sencilla. Recibía y obsequiaba a cuantos querían visitarlo, y si era temido por su valor, también era amado por su generosidad. Tendido en su hamaca, con las botellas al alcance de su mano, alternaba el hidalgo entre la vigilancia de sus bienes y el descanso de sus fatigas.
Guardaba una colección de lanzas y escopetas. Muchas veces, en sus últimos años, se complacía en repetir, ante sus contertulios, todas las maniobras y los saltos necesarios para cazar un tigre, por ejemplo.
- Usted es el tigre…decía a su interlocutor, y tomando la lanza la arroja sobre él – claro sin herirlo! - para indicar de manera perfecta como debía obrarse ante una fiera.
Al comenzar la guerra de los mil días, cuando don Ramón se hallaba en pleno apogeo, temió que pudieran ser sus morrocotas aprovechadas por alguno de los contendores, y resolvió esconderlas. Las escondió tan bien que nadie supo nunca donde habían quedado esos montones de oro. Don Ramón Oropeza no murió pobre, pero en los últimos años de su vida no tuvo aquel campaneo de las monedas que le alegraba los oídos, ni sus ojos se solazaron en el brillo del oro. Como no tuvo hijos, no se preocupó por recuperar sus tesoros, y murió sin decirle a nadie donde los había escondido.
De toda aquella riqueza, de esa inmensa prosperidad, ha quedado solamente el recuerdo para los que la conocieron, y para quienes han oído de labios verídicos el relato. La guerra, además de inducir a don Ramón a guardar sus morrocotas, le hizo perder muchas reses, y hoy “Mata de Palma” es apenas una leve sombra.
Años después de la muerte de don Ramón Oropeza, su cuñado Jacinto Estévez, hizo el prodigioso hallazgo de uno de los baúles de monedas de oro que había enterrado el anciano en la sabana. Hizo conducir el tesoro a su vivienda, y lo mantuvo allí escondido, sin gastarlo, sin disminuirlo, varios años. Al cabo resolvió enterrarlo nuevamente, sin que ni sus hijos ni su mujer supieran donde.
Tal vez no hace treinta años que don Jacinto Estévez murió después de una larga enfermedad. Ante el lecho de muerte, la esposa le rogaba todos los días que dijera dónde estaba el tesoro. El día que parecía segura la muerte, cundo entraba ya en la agonía, la esposa le rogó por última vez:
- Por Dios Jacinto!, ¿Dónde está el dinero? ¿Dónde lo escondiste? Mira la pobreza en qué quedamos tus hijos y yo!...
Y antes de quedarse mudo para siempre, en un inexplicable acto de terquedad y de obsesión, Estévez murmuró, con palabras casi incomprensibles:
- La tierra me lo dio, y a ella se lo dejo….
Carlos Ramírez Arguelles, Bogotá, Junio 1 de 1940.
Imagenes: Google.
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