CUENTO DOMINICAL
TRAGEDIA EN LA MANZANA ROJA
*** Juan Carlos Niño Niño
Un gigantesco cuadro al óleo de una manzana roja con rostro de mujer, vigilaba con sus ojos inmensos azules, complaciente y seductora, tantas historias que se ventilaban en la discoteca del mismo nombre, en donde un puñado de adolescentes en los ochenta bailábamos "dame tu querer, que solo quiero enamorarte, no te quiero herir, solamente acariciarte". Los 8 de Colombia, porsupuesto.
El ambiente semioscuro, iluminado con la luz tímida de varios bombillos de veinte vatios, más las luces intermitentes de la discoteca, hacían aún más apasionante atreverse con pasos temblorosos a sacar bailar a las muchachas más bellas de Yopal, convirtiéndose en un verdadero triunfo el “si” de mujeres con apellidos tan emblemáticos, como los Vargas, Barragán, Fonseca, Pérez, Reina y Archila, en una época minada de formalidad y romanticismo, acorde con una población de sanas costumbres, inmersa en el sincretismo cultural, en donde la diferencias sociales desaparecían, y todos hacíamos parte de esa gran familia en el piedemonte llanero.
A las 10 de la noche, una aparición no tan repentina le daba un nuevo toque a la fiesta. Era Rupertino Suárez. Un individuo joven, con facciones duras y gruesas, ojos diminutos y extraviados, quien vestía camuflado y botas negras, más un casco blanco de seguridad, quien se acercaba lentamente al óleo de La Manzana Roja, para pedirle con devoción y respeto que esta vez lo ayudara en su inmediata y titánica tarea, en donde con gallardía y constancia intentaba sacar a bailar a cada una de las muchachas, con tan mala suerte que ninguna se le medía a tan bochornosa invitación, no tanto por la tremenda fealdad del individuo sino porque tiraba paso de manera torpe y brusca, que terminaba con propiciar sendos pisotones a la desprevenida y desafortunada dama.
Esta vez no fue la excepción. Ninguna le salió bailar. Lo intentó cuatro veces –una más de lo acostumbrado- pero el resultado fue tan desolador como siempre. Aunque casi lo logra. Entre tanta mano extendida, Magdalena Vargas –esa despampanante morena, con rostro de reina, hermana de Julio Topocho- se compadeció y estuvo a punto de tomar la mano del insistente caballero, si no es porque su amiga de al lado le sujetó la pierna y no la dejó parar, sin dejarla de ver con reproche y gritándole al oído –entre el estruendo de la música- que cómo se le ocurría semejante osadía, a lo que Rupertino intentó dos veces más, entusiasmado con la inicial intención de la Vargas, pero era demasiado tarde porque ella finalmente cedió a la mirada expectante y escandalizada de los demás asistentes.
Están muy duras, pero muy duras, estas mujeres, dijo para sí mientras de nuevo se acercaba al óleo de la Manzana Roja. Esta vez se sumergió con profundo odio en los inmensos ajos azules, vociferándole al oído un par de palabrotas por su indiferencia, y hasta estuvo a punto de mandarle su mediana linterna plateada, pero se detuvo al pensar que a la medianoche se apagarían las dos plantas diésel del pueblo, y sería muy difícil caminar entre la oscuridad y las calles destapadas, así que se la metió entre uno de los tantos bolsillos del camuflado y salió a toda prisa del lugar.
La Manzana Roja estaba en toda la esquina de la Calle 8 con Carrera 19, al frente de los billares “Paraguas Rojo”, a una cuadra del entonces Terminal de Transporte o el ahora Parque La Estancia, y a la misma distancia del Parque Principal, teniendo sobre esta calle establecimientos tan clásicos e imborrables en la memoria, como Hotel Dandy y la Camisería de los Velandia, desde donde también se oía la música bailable de otra discoteca, con un nombre tan pagano y tan tentador, que sin duda hacia sucumbir en el pecado a algunos mojigatos: “La Caldera del Diablo”.
Rupertino Suárez se disponía a desaparecer cuanto antes, sin dar tiempo a que algunos muchachos salieran de la Manzana Roja para molestarlo, pero de un momento a otro lo detuvo una inesperada riña callejera, que recién iniciaba un detective rural del DAS con un miembro de la familia Achagua –estaban antes tomando trago en la discoteca- a lo que pensó que a la hora de la verdad la noche no estaría tan aburrida ni tan frustrante, por lo que se le ocurrió pasar al andén de al frente –el del del Paraguas Rojo- para comprar una empanada en uno de los puestos tradicionales del sector, con el fin de poderla degustar mientras presenciaba a escasos metros la mencionada pelea.
El enfrentamiento estaba en pleno furor, los dos hombres intercambiaban golpes de puño, pero poco a poco se veía que Achagua estaba dominando la contienda, hasta tal punto que obligaba constantemente al rural a retroceder por la carrera 19, mientras que Rupertino, sin dejar de comer su empanada, se apartaba a un lado para evitar que se estrellaran contra él, sin sospechar siquiera que el detective –en medio de la furia y ante la inminencia de la derrota- sacó su arma de dotación y disparó contra la humanidad de Achagua, quien milagrosamente alcanzó a esquivar el inesperado proyectil, con tan mala suerte que éste ingreso al maltrecho corazón de Rupertino, quien de inmediato se desplomó sobre la calle destapada, quedando tendido bocabajo y mirando el cielo estrellado con sus ojos diminutos y desorbitados, mientras su casco de seguridad blanco caía a unos cuentos metros.
El estruendo de un disparo era tan raro en esta población del piedemonte, que los muchachos y muchachas salieron inmediatamente de la Manzana Roja, para observar con estupor y casi con cargo de conciencia la trágica escena, que los dejó paralizados y sin saber que hacer, en donde solo Magdalena Vargas reaccionó para acercarse al occiso y con suma ternura cerrar los ojos de Rupertino, sin dejar de mirar con enojo y reclamo a sus amigos, quienes evitaron minutos atrás que en un acto de compasión ella aceptara a bailar con él, lo que seguramente hubiera evitado que saliera tan rápido de la discoteca, y así impedir una de las muertes más absurdas que se recuerden en esta población del piedemonte.
Coletilla: Al interior de la discoteca, el óleo de la Manzana roja con rostro de mujer, dibujaba una leve pero sarcástica sonrisa, como si estuviera complacida por la consumación de su malévolo plan, que determinó cuando Rupertino se atrevió a pronunciarle al oído semejantes palabrotas.
No era para menos. Ese rostro lo pintó Julián Barrera -un extraordinario y avanzado artista- que correspondía a una mujer endiabladamente bella, quien no dudó en despreciarlo y en reiterarle que era el hombre más feo sobre la tierra, lo que muchos aseguran aceleró el ataque cardiaco que llevó a la muerte a Barrerita, teniendo un destino igualmente fatal al de Rupertino.
Esa versión fue desmentida varias veces por mi padre Julio Roberto Niño –quien estudió con Barrerita en la Escuela de Bellas Artes de Sogamoso- al asegurar muerto de la risa que esa imagen no estaba basada en el desamor de su amigo, sino que era la copia de una manzana roja con rostro de mujer, que casualmente Barrerita encontró en un aviso publicitario de una revista francesa.
FIN.
Yopal, domingo 11 de julio de 2021.
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