EL
INDIO ISIDORO
Un Capitán Guahibo en guerra contra los blancos.
Por: Carlos Ramírez
Arguelles, especial para EL TIEMPO, junio 29 de 1940.
Un día del mes de diciembre
de 1907 se reunieron en la Trinidad, más de veinte llaneros procedentes de
diferentes puntos de la llanura. Jinetes todos en excelentes mulas, armados con
escopetas los unos, otros con revólveres o carabinas, mostraban en la
abundancia del equipaje, que se preparaban para un viaje largo. Sobre las ancas
de cada cabalgadura se amontonaban, el chinchorro, el bayetón y el talego de
los comestibles. Acaso también asomaba la cabeza una botella de aguardiente.
Hubierase dicho que aquellos
hombres formaban un grupo de voluntarios, para una de nuestras guerras civiles.
Sin embargo, no se preparaban a luchar contra el gobierno. Iban a perseguir una
sombra: el indio Isidoro.
Era una sombra, porque en
todas partes se sabía de las depredaciones que cometía este capitán Guahibo.
Eran halladas muertas mujeres a palos, viviendas incendiadas, desaparecían las mejores reses de cada hato, los cultivos
eran destrozados en ausencia de sus dueños, y donde quiera que una fundación
quedaba desamparada, se encontraban después las huellas, de que por allí había
pasado el indio con sus huestes. Y sin embargo desde que Isidoro, antiguo doméstico,
de un casa de misioneros agustinos había dejado la convivencia de la gente
civilizada, nadie lo había visto, o al menos nadie había sobrevivido a un
encuentro con él.
Llevaba tres años sembrando
el terror en la sabana. Había recorrido inmensas distancias en la llanura para
combatir a los blancos. Claro que los combatía a su manera, sin presentarle la
cara jamás a un hombre armado. Un día se encontraban las señales de su
presencia en las orillas del Pauto, y al poco tiempo se sabía que había
cometido alguna fechoría cientos de kilómetros al sur, al norte o al
occidente.
Pero hora, el indio y sus
secuaces iban a pasar un mal rato. Porque por los enrevesados caminos de la
llanura, había salido a perseguirlo un grupo que no volvería sin él. No
importaba que durara la búsqueda días o semanas. Lo importante era encontrarlo,
perseguirlo como a una fiera, y exterminarlo como se extermina al tigre que ha
hecho varis presas en un mismo hato.
El indio Isidoro se había
criado en un casa de misioneros. Durante varios años mostró un carácter
admirable. Hacía los oficios de la casa, tocaba las campanas, encendía las
luces en la iglesia, cargaba el agua desde el rio…No era muy comunicativo, pero
aparentaba sumisión y excelente agrado en servir. No mostraba torpeza.
Lentamente había podido aprender a leer, y aún escribía con dificultad.
Y cuando los misioneros
consideraban que el indio Isidoro, con toda su corpulencia y su fortaleza
física, podría servir para atraer a la vida cristiana a muchos de sus
consanguíneos, se presentó la guerra de los mil días. El indio Isidoro se juntó
a las fuerzas del General Uribe que fueron al llano. Las acompaño bastante
tiempo, sirviendo unas veces de guía, porque era conocedor de la tierra, y al
parecer como voluntario decidido.
Un día despareció, y se
llevó consigo un buen equipo de fusiles y de armas de los revolucionarios. Duró
mucho tiempo sin que se volviera pensar en el. Estaba posiblemente, instruyendo
a los indios de su tribu en el manejo de las armas que había robado con tan
poco trabajo. Pero luego se supo que había declarado la guerra contra los
blancos, en nombre de las tribus guahibas. ¿Pensó el indio Isidoro arrojar del
llano a los blancos usurpadores de sus tierras? ¿Tuvo la ambición de ser un
poderoso caudillo indio? Pudo soñar en eso, o quiso también vengarse de las
humillaciones que había sufrido como sirviente de los misioneros. Lo cierto es
que durante tres años no descansó, que hizo alarde de una gran astucia para
evadir el encuentro de blancos armados, y que causó terribles daños en los
hatos que estuvieron a su alcance.
Cuando quedaba una casa
sola, es decir, cundo los peones se lanzaban a la llanura a recoger el ganado
para los trabajos de herraje, aparecía el indio rodeado de su pandilla. Sin
gritos, sin nada que denunciara su presencia a los que estaban lejos, atacaba a
las mujeres que habían quedado en el rancho preparando la comida. Las mataba a
garrote. Y desaparecía luego causando cuantos daños podía. Lo que no alcanzaban
a llevarse, lo destrozaban. Y seguía sus andanzas por otros parajes, siempre
haciendo lo mismo.
Durante varios días el
grueso de llaneros anduvo por la sabana en persecución de Isidoro y de sus
guahibos. Los caminos del llano son complicados y hay muchos que no llevan a
ninguna parte. Por ellos anduvieron sin resultado. Iban a regresar, seguros de
que el indio andaba por sitios muy lejanos, cuando vino lo inesperado. Los
grandes perros se agitaron y corrieron hasta las orillas del Pauto.
Estaba allí Isidoro,
agazapado, escondido. Sabía que lo perseguían y como último remedio había
optado por esconderse. No había con el mas indios, y el estaba solo con su escopeta,
su garrote y su cuchillo. Quiso pasar el rio a nado, pero certeros disparos lo
atajaron cuando emprendía la carrera por la playa.
Tendido sobre la arena
quedó, lleno de sangre, con los brazos extendidos, y con los ojos abiertos. La
boca contraída en un gesto de rabia. Sus indios no volvieron a aparecer, y la
Navidad aquel año, fue celebrada en la Trinidad con extraordinaria pompa.
Esta vez estaban libres de la pesadilla los hab
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