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Fotografía, Cap. Jhon Sixto Acero.
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VUELOS AL INFINITO
Por: Jhon Sierra Lopera.
De niños, grande era nuestra sorpresa
cuando esos pájaros de acero plateado surcaban los cielos de Belmira y no se
caían. Desde el suelo escuchábamos el ruido de los motores y los mirábamos
hasta que se nos perdían de vista en el horizonte. Van pa´ Barranquilla o pa´
otro país, nos decía la mamá.
¡Eh!, pero porqué vuela un avión?
¿Qué lo sostiene en el aire? me pregunté mucho tiempo - De pequeño creía que
era por el poder de la magia, pero tampoco sabía que era magia. Después, la
Física me contó que: “por una presión del aire, mayor por debajo que por encima
del aparato, las alas generan la fuerza de sustentación que eleva al avión
durante el despegue y lo mantiene a flote, en el aire, durante el vuelo. Ya en
el aire, la fuerza neta es cero porque la fuerza de sustentación es igual al
peso del avión”. Como lo de la magia: no entendí del todo, pero me quedé tranquilo.
“Volar en Los Llanos no es una
hazaña, es un reto a la adversidad”, dijo el periodista Julián Isaza. Épico,
por decir lo menos, ha sido volar en Los Llanos Orientales y las selvas
amazónica y orinoquense, y ha venido siendo desde hace casi un siglo. Y la
adversidad la han retado con temeridad, osadía y audacia cientos de pilotos
intrépidos.
Avion Douglas DC-3 decolando de Miraflores, Vaupes. Fotografía, Créditos a su autor. |
Territorios Nacionales fueron
llamados por mucho tiempo, los que hacen parte de esta media Colombia, desde
1.843 hasta 1.991 y que el Presidente Rafael Reyes había llamado Intendencias y
Comisarías desde 1.905: Meta, Arauca, Casanare, Vichada, Guainía, Guaviare,
Vaupés, Caquetá, Putumayo y Amazonas.
Nacida la actividad aérea colombiana
en septiembre de 1.919, entra a los Llanos en los cuarenta, con aviones monomotores
y en los cincuenta a la selva con los Catalinas y los emblemáticos DC3. Avianca
construyó una pista a las afueras de Villavicencio, en 1.948, en las
balastreras del Rio Guatiquía, y ahí está. La llamó Vanguardia. En Apiay hacía
dos años existía una base aérea militar, que aparte de sus tareas propias, le
daba, con su pista de aterrizaje, una mano al transporte de los Territorios
Nacionales. Para esos tiempos había trochas por los Llanos, pero carreteras no
iban a la selva. No la habíamos lastimado todavía.
Por camino llegaba la gente de Bogotá
a San Martín o Apiay y subía ganado de los Llanos a la capital, desafiando y
cruzando hondos abismos. Los arrieros y ganaderos habían de pagar una res de
peaje por el uso del camino, por allá en 1846. Don Agustín Codazzi fue usuario
de éste camino y también el Presidente Pedro Nel Ospina, a principios del año
1.923. Todavía no se medían las distancias largas por kilómetros, si no por
leguas o por miriámetros o por días de camino. No había llegado el progreso a éstos
Llanos y a éstas selvas, pero tampoco la corrupción. Para 1936 un carreteable
reemplazó al camino; y desde esa fecha le hacen obra a la carretera, sin parar;
desafiando la cordillera: sonriendo en verano y llorando en invierno. El
carreteable Bogotá – Villavicencio, tomaba seis y hasta siete horas de viaje,
por el lomo de la Cordillera Oriental, la más joven de las tres. Dicen los
geólogos, que está en formación. A veces la naturaleza pareciera resistirse, a
veces las fallas humanas contribuyen al desaliento; pero la carretera ahora con
sus túneles y viaductos es un gran proyecto nacional y orgullo regional.
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Douglas DC-3 HK-124 de Avianca en algún lugar del llano. Fotografía, Créditos a su autor.
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El Rio Guaviare deslindaba claramente
llano y selva entre El Meta y El Vaupés. El Rio Meta hace lo mismo entre las
sabanas de Casanare y Vichada con las selvas del Guainía. A San José del
Guaviare, que era la entrada al Vaupés, se llegaba por Avianca, con sus
lustrosos DC3 plateados, brillantes, marcados en sus planos con unas letras
azules, muy grandes, y el número de su matrícula; que aterrizaban en una sabana
de la localidad cada mes -después de que los caporales espantaran los ganados-,
hasta muy entrados los setenta; cuando se fueron formando empresas como
Aeropesca, que su oficio era transportar pescado, caucho y pieles desde los
territorios a Bogotá. Urraca, del Capitán Alvaro Henao, con su avión DC3,
insignia, el 500. En ese volé desde Villavicencio hasta Puerto Inírida en el
año 73, en julio. Llegamos mojados todos los pasajeros. El avión se llovía por
todas partes. Esa fue una galopada asustadora, durante tres horas. El avión iba
del timbo al tambo entre las turbulencias, a merced de los vientos, los
cúmulos, los nimbos, la lluvia y la tempestad; nosotros a la merced de la
pericia y el arrojo del piloto. En silencio, y lívidos, los pasajeros nos
preguntábamos con la mirada, por nuestra suerte. Los auxiliares, pendientes de
la puerta, por si había que botar carga. El Capitán Henao sudaba y miraba por
la escotilla de la cabina, sereno por fuera pero nervioso por dentro. Uno de
sus aviones, el 1270, se había estrellado en febrero del 70, en ésta misma
ruta, matando a toda la tripulación y todos los pasajeros. Cuando vio un claro
entre las nubes, se metió en él. Estamos sobre Arrecifal, en el Rio Guaviare,
nos dijo y suspiró profundo y con una toalla se limpió el sudor que lo bañaba.
La turbulencia había amainado, el avión volaba bajito, siguiendo el curso del
Rio Guaviare; a poco, Perro y El Brazo Amanaven, al lado del Guainía; Sejal,
Sesema y la Laguna de La Rompida en la costa vichadense y Carrizal y el abrazo
infinito del Inírida con El Guaviare, que enseguida se juntan con el azul
Atabapo, para, los tres, arrimarse juntos al majestuoso Orinoco. El Coco,
Paujil y el bellísimo, caluroso y macondiano Puerto Inírida, en la flor de su
adolescencia, apenas 13 añitos. Hasta que aterrizamos mojados, pero sanos y
salvos en un arenero blanco, que era la pista de Inírida, después de haber
volado inmensidades vacías. Estábamos en la frontera con la petrolera
Venezuela, que, entonces, nos miraba con desdén y con desprecio.
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Avion PBY Catalina de AIDA. Fotografía, Créditos a su autor.
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Inconvenientes tenían los aviadores
para fundar empresa aérea. Cada piloto quería tener la suya. La Aeronáutica
Nacional les exigía ser dueños de, al menos, tres aeronaves. En la lista y cada
una con su historia, están: Transamazónica, la verde y plata, que reemplazó a
Urraca; porque aquí, unas empresas se refunden en otras por estrategia
económica y engaño a la tributación estatal. El Venado, que nos llevó a
Miraflores la primera vez. Año 75. Lo esperamos una semana entera, en una
residencia, en Villavicencio, pasando las verdes y las maduras; sólo volaba los
miércoles. Selva, la empresa del Obispo (Mons. Belarmino) que rezaba, el Piloto
(Capitán Carlos Cortés) que piloteaba, con sobrada experiencia y señorío, hasta
que murió de años, y el mecánico (Don Raúl Coronado) que componía y recomponía
el aparato, con su mal genio endémico y el acierto que le había dado la
experiencia. Arca del Capitán Coral, un pastuso, todo bondad y parsimonia,
“nacionalizado” llanero. Sadelca, la de los aviones de las líneas naranja en
las bandas del fuselaje. Laos, la emblemática del Capitán Giovanni Bordé, que
uno de sus aviones se lo arrebató a las profundidades del Rio Vaupés. Aerotaca
y Aliansa. Aeroguaviare y Tagua de Don Hernando González Villamizar,
santandereano que vino a gobernar en el Vaupés y terminó de empresario de
aviación y radicado en San José, donde también fue alcalde. Aircolombia del
Capitán Lucho Cortés, un Cristiano que siempre carga la Biblia en la cabina y
va contando de memoria, el Segundo Libro de Los Reyes que relata como el
Profeta Elías sube al cielo en una carroza jalada por dos caballos, con fuego
en las entrañas, hastiado del caos de éste mundo. Laica del Capitán Victoria,
con quien sobrevolé en el 74 el sitio de la tragedia de Quebrada Blanca; cuando
la Cordillera empezó a gemir y aplastó más de cuatrocientas personas. . . La
lista es extensa. En mi memoria están éstas. . . y otras.
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Douglas DC-3 HK-500 La Urraca. Fotografía, Créditos a su autor.
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Pero, fue AIDA, la que trajo los
aviones anfibios, primero. Su lema era; “Alas sobre las selvas colombianas”.
Don Miguel Dumit la gerenció para la selva y llevó los Catalina a Miraflores,
Carurú y Pacoa para sacar el caucho de la Rubber, antes de construir campos de
aterrizaje allá. El agente de la empresa en Miraflores era Don Miguel Navarro,
que también fue Comisario del Vaupés. Hombre emprendedor y sin tacha en su
actuar. Respetable y respetado. El construyó un sueño en Lagos del Dorado, en
el Alto Vaupés. Un remanso de paz para turistas “gringos”, enamorados de la
naturaleza. Más seguros parecían ser los Catalina que los DC3 o Los Curtis;
pero también están en la lista del muro de las fatalidades, en unas lápidas, en
los antejardines del Aeropuerto de Vanguardia. Allá está el nombre de casi
doscientos pilotos y copilotos muertos en accidentes aéreos en el llano y la mayoría
en la selva. . . De esa lista hace parte Tomás Caicedo “Tomasito”, el único
piloto indígena, que encontró la muerte en la “tierra brava de la selva y el
raudal”.
Como las empresas conformadas, como
el enjambre de pilotos, como la cantidad de accidentes; así son las anécdotas
de ésta aviación de Llano y Selva. Estar en Mitú y que el avión del Capitán
Legneleth no quiera prender. El copiloto manda conseguir una manila, se la
envuelven a la élice del avión y de la punta sobrante jalan diez hombres, como
prendiendo un fuera de borda. El motor trepida y prende. Pasajeros a bordo,
gritan los auxiliares. Nos acomodamos; dentro del fuselaje del avión todo se
estremece con un furor ruidoso durante el decolaje. En 900 metros de pista,
remonta en el aire y de repente cesa toda vibración. Una vez en el cielo, el
DC3 empuja sus ocho toneladas de peso y sus tres de carga y pasajeros, hasta
llegar, suavemente, a más de nueve mil pies de altura, atornillándose en el
aire a unos trecientos kilómetros por hora; ciento cincuenta nudos, dice la
jerga aeronáutica. Mantener el avión en línea recta exige constante atención,
es la tarea del Copiloto. En dos horas y media, eternas, estamos en
Villavicencio, sin novedad. El Capitán Legneleth era alto y derecho, serio y
estricto, cortés y cordial; ya sesentón. Vestía impecablemente un pantalón
oscuro y una camisa blanca con galones dorados y negros en las hombreras y
zapatos negros bien lustrosos. Había sido piloto de Avianca. . .
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Agencia de El Venado en algún lugar del llano o la selva.
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O que el Capitán Lucho Bravo, mande a
buscar, en Mitú, a Topoyiyo, el dueño de un taller de bicicletas, para que
venga a revisar un magneto del motor derecho de su avión, que no quiere dar
encendido. Topoyiyo se trepa al motor del avión con el auxiliar, retiran el
magneto, lo limpian, lo soplan y lo vuelven a colocar en su lugar. Listo el
Uno, Capitán, dice el auxiliar de vuelo. El piloto pone a rugir el motor con
toda la intensidad, luego lo regula y de una el: “pasajeros a bordo”. El avión
trepida y comienza su vuelo, que terminará en Villavicencio, donde los
mecánicos de verdad revisarán los magnetos, que limpió Topoyiyo en Mitú.
Los DC3 ya son del paisaje regional y
los han ido reconstruyendo, desde cero, una y otra vez, cuando completan mil
horas de funcionamiento. También los han equipado con GPS. Una tarjeta colgada
en la cabina del piloto va marcando las horas de vuelo. Cuando los motores se
mueren, importan unos nuevos de Miami o de Santa Mónica. Lejos está 1.935
cuando el fabricante Douglas puso a volar, por primera vez, un DC3. Todavía
quedan algunos volando en Colombia.
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Miraflores, Vaupes en tiempos de la bonanza. Fotografía, Créditos a su autor. |
Pero es el Capitán Giovanni Bordé, el
aviador épico de la selva: inventó empresas, remendó aviones, rescató aeronaves
siniestradas y las puso a volar otra vez.
De la profundidad de las aguas del
Vaupés rescató el 772. . . “Aquí hay un chiflado que quiere comprar el avión
ese, que se destripó en la selva. ¿Qué hago con semejante loco?”, dijo una
empleada de la compañía de seguros, al gerente. El 772 se había hundido en las
aguas del Vaupés, junto a la cachivera de Mandí, arriba de Mitú, y estaba a
veinte metros de profundidad. . . Se lo vendieron por treinta mil pesos. Con
los Bomberos de Bogotá consiguió cinco buzos inexpertos, a cambio de una
aventura en la selva. Lo cierto es que con su ingenio y con su tenacidad lo
rescató, lo trasladó a Mitú, lo reparó y lo volvió a volar muchos años; hasta
que se destrozó entrando a Carurú, a mando del Capitán Medina, con un viaje de
combustible. . . En el llano y en la selva, las carencias estimulan la
imaginación y las osadías se pagan con la vida.
Parecía un Alcaraván, dijo Castro
Caicedo de Giovanni Bordé. “Como ellos, no parecía estar hecho para volar, pero
lo hacía porque tenía mucho talento y mucho arrojo”. Talento, arrojo, capacidad
de sufrimiento, sagacidad, persistencia y mucha imaginación; diríamos los que
lo conocimos. Hombre carismático, temerario, amigo de todos y amigo de nadie,
como le dijo Don Quijote a Sancho: “no importa el lugar que ocupes cuando
entras al corazón de un amigo, lo importante es que nunca salgas de ahí” . . .
A todos convidaba, pero a nadie esperaba; de vida novelesca y andar soñador;
aventurero del aire porque los pies le pesaban en la tierra. Sus sueños los
hamaqueaba en esos aparatos voladores: Catalinas, DC3, Turbos, Islanders,
Curtis, Cessnas…
Enamorado de la vida e intransigente
en sus valores; lo que le ganó enemigos con el narcotráfico y la misma ley,
permeada, entonces, por los traquetos y las mafias... Eso lo llevó a la cárcel
un año y más de cinco tuvo que andar dando explicaciones de los andares y
volares, lo que le produjo un daño económico y moral irreparables. Pero el
seguía sonriendo, seguía luchando, seguía sonriendo, seguía volando; “con el
alma intacta y su mirada de niño”, dijo el Capitán Salamanca.
Nunca se dejó derrotar el Capitán
Giovanni y en su libro: “Entre la fama y la envidia”, devela la verdad de su
tragedia y mil proezas que engalanan su profesión y su temperamento.
Se fue a vivir a Manaos, una ciudad
que lo seducía. Seductora es esa joya que construyeron los caucheros en media selva,
a orillas del gran Rio del mundo, El Amazonas. Se fue a reponerse anímica,
emocional y económicamente; para regresar a volar sus viejos Catalina y el
fatídico Beechcraft Air Queen 80. . . La selva no fue capaz de quedarse con sus
restos, lo quería mucho; se quedó con sus recuerdos, su arrojo y su sonrisa.
Medellín con su cuerpo roto y calcinado. Eso fue el 7 de Julio de 2003.
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Trágico final de el Cap. Giovani Borde.
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El 18 del mismo julio, un Cessna 206,
monomotor, dejó a Tomasito abrazado a su selva durante 25 horas, con el pecho
roto y sus extremidades fracturadas, aunque era un hijo de ella y un hermano
del tucán, que sabía el secreto del curare y del cruel Yurupary, que tenía brío
y ambicionaba engrandecer. . . Quiso ese día entrar a Piracuara, procedente de
Araracuara, de donde traía su avión con el cupo completo de pescado, a saludar
a sus paisanos; pero los estaba era despidiendo. Su monomotor perdió la presión
y botaba aceite, reportó a la torre de control de Mitú y lo escuchó decir algún
otro avión que volaba cercano. Había acabado de despegar de la pista de
Piracuara, donde comió muñica y sus paisanos le empacaron una buena ración de
fariña, casabe y pescado muqueado. Estaba a mitad de camino hacía la pista de
Mitú y en la antesala de la eternidad.
De su escuela de Piracuara, lo llevó
Monseñor Belarmino al Internado María Reina de Mitú. Una mañana se coló dentro
de la carga de un avión y se fue a Villavicencio y vivió en la bodega de alguna
de las empresas. De día hacía oficios de cotero y de noche devoraba los
manuales de los aviones; logró hacer curso de pilotaje, con todos los avatares
de su pobreza y de ser un indio. Fueron muchos los años que puso en ese empeño,
pero lo coronó.
El volar, solo lo dejó para ir a la
Cámara de Representantes, elegido por sus paisanos. Cumplido su período de
congresista, volvió a sus aviones en Los Llanos y en la Selva.
Alguna vez se accidentó cerca de un
pueblo colgado de la cordillera oriental, San Juanito. Salió ileso, pero quería
llevar los restos de su avión a Villavicencio. Calladito lo desbarató,
consiguió unas mulas y les lió a unas los planos, a otra el fuselaje y a otra
el motor y así llevó su chatarra hasta donde hubo carretera. Trajo un camión y
en él llevó los destrozos de su avión a Vanguardia, muy horondo y muy orgulloso
de su ingenio. Pero cual fue su sorpresa cuando el dueño del avión lo
recriminó, diciéndole: ¡Capi Tomasito! te tiraste en el seguro por haber movido
el avión del lugar del siniestro. . . Y, yo esperando que me dijeran: éste
indio es mucho berraco.
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Cap. Tomas Caicedo "Tomasito". Primer piloto indígena en Colombia.
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Páginas abominables ha tenido también
ésta aviación Llanera. “Manicomio”, fue un muchacho, Juan Ramírez, que como
tantos en Los llanos se hizo piloto. Sus padres invirtieron cualquier cantidad
de dinero para que viera cumplidas sus aspiraciones. Comenzó en El Vichada,
como ayudante de tripulación de los aviones que sacaban droga para Venezuela y
Surinam, de los Frentes 10 y 16 de las Farc, también de “Cuchillo” y del Loco
Barrera.
Esto es cuento viejo. Decenas de
pilotos hacían lo mismo. Cuento que sabemos los de a pie y que han ignorado o
les han hecho ignorar a las autoridades y a los organismos de control. Metiendo
miedo o metiendo plata.
Honduras y todo Centro América han
sido testigos de los alijos de cocaína y marihuana prensada que transportan
pilotos y aeronaves desde el llano y la selva: llegan a algún sitio, acordado;
descargan, entregan, incineran el avión y desaparecen los pilotos para después
intentar lo mismo, y, después otra vez; hasta que salen cualquier día en la
prensa de “Sucesos Sensacionales”: “acribillado un piloto llanero”. “Muerto en
hechos confusos el piloto zutano”; “Desaparecido, desde hace tres meses, el
joven piloto, mengano”; y así los iban invisibilizando, temerosa la mafia de
alguna delación. . . “John! La plata jode”, me había dicho y repetido el Capitán
Indígena de la Comunidad de Arara, por allá en el ochenta y tres; cuando las
“matas” y los “laboratorios” despertaron la ambición de muchos compañeros
maestros del Alto Vaupés y que se encontraron tempranamente con una muerte
cruel porque no calcularon toda la criminalidad que llevaban por dentro los
“traquetos”.
Orondos siguen surcando los cielos
del Llano y la Selva, los ya casi, centenarios bimotores DC3. A un lado de la
pista de Vanguardia y entre las malezas, duerme el cascarón de moho y olvido
del HK 3199 y en las placas que adornan los antejardines del aeropuerto, siguen
anotando los nombres de pilotos intrépidos y bravíos que un día perdieron el
sueño de seguir volando y no pudieron completar el itinerario que les habían
señalado.
Tomado de la cuenta Facebook: Manuel Oswaldo Sierra Bernal.